VALLE BLUES

¿Eterno retorno o libre albedrío? Es una paradoja que, en este rincón del mundo, podría muy bien discutirse bajo la sombra de un palo de mango o una ceiba, con vallenato de fondo y calor en los poros. Y ahí, entre la brisa y el sudor, nos sentimos por momentos como Nietzsche, pero no en una cátedra europea, sino atrapados en una parodia propia de nuestro folclor, hecha a punta de acordeón, cansancio y rebeldía. El “blues” aquí no viene del Mississippi, sino del vaivén del río Guatapurí, del sudor en el andén, del corazón que canta, pero también piensa. Es Sartre con sombrero vueltiao. Nietzsche en sandalias. Kundera entre acordeones.

Any Carolina Franco ©Ordóñez, Keyner.(2024). Fotografía. Colombia, departamento del César.


Aquí nacen poetas, filósofos y artistas que, sin quererlo del todo, se vuelven cronistas de una tragicomedia suburbana. Resisten en este lado del mundo, parte de un baile —o mejor dicho de un juego—. Dejo a criterio del lector sentirse artista o jugador.
Vivimos en un vaivén constante, un ciclo de descontento y búsqueda. Lo que para Nietzsche sería el eterno retorno —la repetición infinita de los mismos actos—, para nosotros se vuelve rutina heredada: la misma historia contada por abuelos, remezclada por políticos y sufrida por los nietos.
Por las noches, nos aferramos a los soliloquios de Marco Aurelio como si fueran salmos de otra fe. Nos repetimos mantras estoicos: amor fati, memento mori, con la esperanza de que algo haga eco en esta contemporaneidad fragmentada. No es moda, es necesidad: filosofar para no enloquecer. Resistir para no disolverse. Crear para no callar
Jean-Paul Sartre nos dijo: “El hombre está condenado a ser libre”. Una condena ambigua: no pedimos nacer aquí, no elegimos las reglas del juego, pero estamos arrojados a este mundo, y por tanto, obligados a responder. Y en esa condena llevamos la carga de una responsabilidad que va más allá del individuo: cada acto, cada decisión, cada gesto, contribuye a construir —o perpetuar— la esencia colectiva. Aquí, sin pedirlo, somos también eso: creadores de lo que somos.
Y entonces entra Milan Kundera, con su melancolía centroeuropea, y escribe: “Si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas surgen en este trasfondo con toda su espléndida levedad.” Pero esa levedad —advierte Kundera— puede ser insoportable. Porque si todo ocurre solo una vez, sin repetición, sin consecuencias cósmicas, ¿vale realmente algo? ¿Qué sentido tiene resistir, crear, amar? Y sin embargo, aquí seguimos, haciendo peso con nuestras elecciones, cargando con sentido donde parece no haberlo. Volviendo densas las cosas livianas. Haciendo del arte, de la calle, del amor, algo que deje huella.
Contagiados de contemporaneidad y sin caer en pleonasmos, me atrevería a decir que, casi de forma irreconciliable, este valle parece prediseñado para no cambiar. Como si el libre albedrío fuera un lujo que exige dinamitar lo que otros llaman orden: estructuras, jerarquías, paradigmas. Romper la rueda del samsara suena poético, pero implica un costo alto: pensar distinto, vivir distinto, arriesgarse a la incomodidad de ser libre.
Como un blues rasgado por la voz ronca del Caribe y del sur global, la vida en este valle a veces suena a Stevie Ray Vaughan, con su guitarra herida, y otras a Leandro Díaz, cuando canta lo que los ojos no ven, pero el alma recuerda.
Quizás estemos condenados a esta danza infinita entre resignación y deseo. Pero incluso en la repetición hay margen para la invención. Y si estamos condenados a vivir en este Valle-Blues, que al menos la oscura noche nos encuentre despiertos, escribiendo, cantando, bailando, resistiendo.
Con peso o con levedad, pero jamás en silencio.
—¿y Hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? ¿Toda la vida?

Any Carolina Franco ©Arrieta, Julian.(2023). Fotografía monumento revolución en marcha. Valledupar, Cesar